miércoles, 2 de enero de 2013

Yamato Take


El emperador Yamato Take era un soberano guerrero; sólo se sentía feliz entre el fragor de las batallas y el relampagueo de las armas, y era el terror de sus enemigos. Tenía por mujer  la princesa Otaquibana, que le amaba tiernamente, pero el emperador estaba siempre ocupado en guerras y conquistas, y raramente permanecía en casa al lado de la fiel esposa, tanto que un día ésta decidió seguirle en sus expediciones. Se puso una armadura de puro acero, subió a un caballo de guerra y partió con el esposo. La hermosa soberana soportaba en silencio todas las fatigas de aquella vida guerrera y ocultaba su miedo  y su ansiedad tras una sonrisa dulcísima, que iluminaba el oscuro cielo de las batallas t daba nuevo  coraje y nueva fuerza a los soldados.
En cierta ocasión, queriendo Yamato declarar  la guerra a unos enemigos que habitaban al otro lado del mar, se embarcó con todo el ejército en numerosas naves y desplegó las velas con rumbo a alta mar. Al anochecer, subió al puente de su nave e, inclinándose sobre las aguas que comenzaban a agitarse  bajo el soplo del viento, dijo con el orgullo que había adquirido como consecuencia de las numerosas y estrepitosas victorias logradas:
-Agitaos, levantaos, olas, que por grande que sea vuestra violencia no lograréis vencer al invencible Yamato.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando el cielo se nublo y un viento huracanado se desencadenó, rugiendo terriblemente y levantando las olas a alturas vertiginosas, mientras el trueno retumbaba con fragor infernal. La nave se alzaba sobre aquellas montañas de agua, luego se precipitaba en los abismos que se abrían, pronto a tragársela. El rey del mar, habiendo oído la bravata de Yamato, quería castigar así su excesivo orgullo. Los marineros, aterrorizados, corrían de una parte a otra del puente como locos, sin saber lo que hacían; entre tanto, la tempestad aumentaba  en violencia, los rayos se sucedían  con lívidos resplandores, cielo y mar se sucedían  con lívidos y resplandores, cielo y mar se confundían en el mismo color plúmbeo; entonces salió al puente la hermosísima princesa Otaquibana, tranquila, serena; y con emocionada voz, pronuncio decidida estas palabras:
-Todo esto sucede porque el emperador ha provocado la cólera del rey del mar con sus palabras altaneras. Pero yo, Otaquibana, aplacaré su ira. El dios del mar desea la vida de mi marido; yo  le ofrezco a cambio la mía.
Y con estas palabras se arrojó al agua espumosa, que inmediatamente se cerró sobre ella. En el mismo momento la tempestad cesó y se calmó el mar, que se torno liso e inmóvil como balsa de aceite. El dios marino estaba aplacado.

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