domingo, 27 de octubre de 2013

: EL RAMAYANA (I)

Fuentes


VALMIKI es un nombre casi tan oscuro como Homero. Él fue, sin duda, un brahmán de nacimiento, y estrechamente conectado con los reyes de Ayodhya. Él recogió canciones y leyendas de Rama (posteriormente llamadas Rama-Chancha, en diferenciación de Parashu-Rama), y probablemente algunos añadidos fueron hechos a su trabajo en un momento posterior, particularmente el Uttara Kanda. Se ha dicho que él ha inventado el metro shloka, y que se debe a él la forma definitiva del lenguaje y el estilo de los poemas épicos indios. De acuerdo con el Ramayana, fue un contemporáneo de Rama, que amparó a Sita durante sus años de solitario exilio y enseñó el Ramayana a sus hijos Kusa y Lava.
Lo esencial del Ramayana, en su forma más simple la historia de la recuperación de una novia raptada, no es diferente de otra gran epopeya, la Ilíada de Homero. No parecería, sin embargo, aunque una visión lo sugiriera, que la Ilíada derivara del Ramayana: es más probable que ambas epopeyas se remonten a fuentes legendarias más antiguas que 1.000 años a.C.
La historia de Rama es relatada en uno de los Jatakas, que puede ser considerado como una versión más corta, una de las muchas entonces corrientes. Probablemente en un momento durante los últimos siglos anteriores a Cristo las versiones corrientes de la saga de Rama fueron recogidas por el poeta Brahmán, y formuladas en una historia con una trama coherente; mientras que su forma completa, con el Uttara Kanda agregado, podría ser tan tardía como del año 400 d.C. Como un conjunto, el poema en su última redacción parece pertenecer esencialmente a la fase más primitiva del renacimiento hindú, y refleja una cultura muy similar a la visiblemente representada en los frescos de Ajanta (siglos I a VII d.C.); pero por supuesto el tema es mucho más antiguo. La versión dada en el presente volumen asciende a aproximadamente un vigésimo del Ramayana total. Es una traducción condensada, en que todos los contenidos esenciales están incluidos; mientras que ha sido excluido todo episodio o personaje para el cual el original no ofrece autoridad.

Ética del Ramayana

Hasta el más insignificante rasgo de las epopeyas de Valmiki se fundan en su notable presentación de dos sociedades ideales: una idealmente buena y otra idealmente malvada. Es como si extranjera de la vida humana una moralidad casi pura y una inmoralidad casi pura, sólo moderadas en la medida que la opuesta virtud de la trama lo requiere. Así él hace resaltar fuertemente el contraste entre la bondad y la maldad, del modo en que esos valores se presentaban a los moldeadores de la sociedad hindú. Dado que debe entenderse que no sólo los legisladores, como Manu, sino también los poetas de la antigua India concebían su propio arte literario, no como un fin en sí mismo, sino enteramente como un medio para un fin —y ese fin, como la más cercanamente posible realización de una sociedad ideal—. Los poetas eran prácticamente sociólogos, que usaban el gran poder de su arte deliberadamente para moldear el desarrollo de las instituciones y para formular ideales para toda clase de hombres. El poeta es, de hecho, el filósofo, en el sentido nietzscheano de uno que está. detrás y dirige una evolución de un determinado tipo. Los resultados han probado la sabiduría de los medios elegidos; dado que si la sociedad hindú ha alcanzado alguna vez el ideal o ideales que han sido la fuerza guía en su desarrollo, ello ha sido a través de la exaltación del héroe. Los Vedas, en realidad, pertenecían esencialmente a los intelectuales; pero las epopeyas han sido traducidas en cada lengua vernácula por poetas, como Tulsi Däs y Kamban, comparables en capacidad al mismo Valmiki. Lo esencial de las epopeyas, además, al igual que muchos de los Puranas, es familiar no sólo a los literatos, sino a todos los incultos, sin exceptuar mujeres, por constante recitación, y también por medio del drama, en canciones folklóricas, y en pinturas. Hasta los tiempos más modernos ningún niño o niña hindú crecía sin familiarizarse con la historia del Ramayana, y su más alta aspiración era ser como Rama o Sita.

El origen mítico de las castas


En el Ramayana y en las Leyes de Manu (500 a.C.) encontramos una documentación completa del sistema ideal hindú del color (casta). El origen mítico del color, según Manu, es como sigue: brahmanes surgen de la boca, kshatriyas del brazo, vaishyas del muslo y shudras del pie de Brahma. Este mito es real en un sentido alegórico; y es usado más literalmente para dar confirmación divina a todo el sistema. Pero no debe suponerse que Manu y Valmiki describen un estado de sociedad existente realmente en algún momento dado en toda la India. La historia de la sociedad hindú podría ser mucho mejor descrita en términos de grados de aproximación o divergencia de los sistemas de los utopistas Valmiki y Manu. Cuanto de fuerte es todavía su influencia, comparada incluso con la fuerza de la costumbre, se expresa en el hecho de que es actualmente la aspiración de muchos reformistas no abolir de ninguna manera el sistema de castas, sino gradualmente unir subcastas hasta que ninguno, salvo los cuatro principales colores, permanezcan como divisiones sociales efectivas.
Este desarrollo, combinado con cierta previsión de la transferencia de una casta a la otra de aquellos que pueden y quieren adoptar las tradiciones y aceptar la disciplina de un color superior, es lo que también desearía el presente autor. La transferencia de castas, o la adquisición del color, está continuamente ocurriendo aún ahora, por la absorción de tribus aborígenes dentro del sistema hindú; pero historias como las de Vishvamitra ilustran la inmensa dificultad teórica de esos ascensos. Contra esta extrema exclusividad se han levantado en la India muchas protestas, la más notable ha sido la de Buda, quien lejos de aceptar el derecho divino de un brahmán por nacimiento, enseñó que:

No por nacimiento se convierte uno en brahmán:
Sólo por sus acciones se convierte uno en brahmán.

La fuerza del principio hereditario siempre ha prevalecido contra estas reacciones, y a lo sumo lo que realmente han conseguido los reformistas es crear nuevos grupos de castas.

La sociedad ideal de Valmiki


Examinemos ahora muy brevemente la naturaleza de la sociedad ideal de Valmiki. Desde el principio nos impresiona por su complejidad y por el alto grado de diferenciación de las partes interdependientes que la constituyen. Se fundamenta en la concepción de graduación de rango, pero ese rango es dependiente, no de la riqueza, sino sólo de cualidades mentales. La doctrina de la reencarnación está dada por sentada; y el concepto del karma (que el fruto de las acciones produce inevitablemente fruto en otra vida) es combinado con ella, por lo que la teoría lógicamente concluye que el rango debe determinarse sólo con la herencia. El que merecía nacer como un brahmán nació como un brahmán, y el que merecía nacer como un shudra nació como un shudra.
Ésta es la teoría que encuentra expresión práctica en el sistema de castas, o, como es conocido por los indios, el sistema del «color» (yama), en lengua moderna vernácula, «nacimiento» (jati). Fundamentalmente hay cuatro colores: el brahmán, los sacerdotes y filósofos; kshatriyas, la clase dirigente y caballeresca vaishyas, comerciantes y agricultores, y shudras —sirvientes de las otras tres, que son los únicos con «doble-nacimiento», esto es, reciben iniciación sacerdotal tempranamente al adquirir la virilidad—. A parte de éstas, hay un vasto número de subdivisiones de las cuatro clases principales, que surgen teóricamente de matrimonios mixtos, y distinguibles en la práctica como castas de ocupación.
Para cada color hindú la teoría reconoce unos deberes y una moralidad (dhamma): seguir cualquier casta que no sea el propio-dharma de un hombre constituye un pecado sumamente terrible, que merece un castigo. En este concepto del propio-dharma aparece inmediatamente la profunda distinción del hinduismo de cualquier otra moral absoluta, como el mosaico o el budismo. Para coger un ejemplo concreto, el Decálogo Mosaico formula el mandamiento «No matarás», y este mandamiento es nominalmente obligatorio para el filósofo, el soldado y el comerciante —una posición un tanto ilógica—. Pero el hinduismo, influido como estaba por la doctrina de ahimsa, benevolencia, no intenta imponerlo sobre los kshatriyas o shudras: son el ermitaño y el filósofo sobre todo quienes no deben matar o herir ninguna cosa con vida, mientras que los caballeros que ceden, en caso de necesidad, y dan muerte a hombres y animales no serían dejados de alabar como humanitarios, sino culpables como quien ha dejado de cumplir su moral-propia. Esta misma cuestión es presentada en el Ramayana, cuando Sita sugiere a Rama que, como ellos están ahora morando en el bosque, sitio de los ermitaños, ellos deberían adoptar la moral yogi, y abstenerse de dar muerte, no sólo a bestias, sino aun a los rakshasas; pero Rama responde que él se siente obligado tanto por sus deberes de caballero, como por la promesa de proteger a los ermitaños, y que él debe obedecer las ordenanzas de la caballerosidad.


En su forma extrema esta doctrina de propia-moral sólo ha sido completamente puesta en práctica en la edad de oro, cuando nadie salvo los brahmanes practicaban ascetismo, o alcanzaban la instrucción perfecta; en la segunda época los brahmanes y los kshatriyas fueron igualmente poderosos, y se dice que en esa época Manu compuso los shastras (textos jurídicos) estipulando las obligaciones de los cuatro vamnas; en la tercera época los vaishyas también practicaron austeridad, y en la cuarta aún los shudras se entregaron a penitencias austeras. Así las cuatro épocas representan un progresivo deterioro de una teocracia ideal a una completa democracia. En el tiempo de Rama el comienzo de la cuarta época ya está anunciado por el shudra que se convirtió en yogi, y fue muerto por Rama, no tanto como un castigo sino para evitar la consecuente alteración de la sociedad, ya manifestada en la muerte de un niño brahmán.
En una sociedad aristocrática como la contemplada por Valmiki, la severidad de la disciplina social se incrementa hacia la cima: aquellos que tienen más poder deben practicar un mayor autocontrol, en parte debido a la noblesse oblige, parte debido a que esa austera disciplina es la condición necesaria sin la cual el poder podría rápidamente desaparecer. Es necesario recordar este carácter esencial de una sociedad verdaderamente aristocrática, si deseamos comprender algunos de los más significativos, y para el demócrata e individualista los más incomprensibles y indefendibles, episodios del Ramayana. Sobre el kshatriya, y sobre todo sobre el rey, recae el deber de mantener el dharma; por ello él debe no sólo proteger a los hombres y a los dioses contra la violencia, como dando muerte a los rakshasas, sino que debe, para dar el ejemplo, ajustarse a las reglas de la moral aceptada, aun cuando esas reglas no tengan para él personal significancia. Es así que Rama repudia dos veces a Sita, aunque siempre estuvo satisfecho en su propia mente de su completa fidelidad. Este repudio de Sita forma el elemento más dramático y remarcable de toda la historia. Rama y Sita son reunidos después de un año de separación, y al término de un largo y arduo conflicto: en ese momento, en que un sentimiento moderno demandaría un «final feliz», se hace una suprema prueba de carácter para ambos, y la tragedia final es sólo pospuesta por la aparición de los dioses y la reivindicación de Sita por ordalías. En estos trágicos episodios, que forman la crisis moral culminante en las vidas de Rama y Sita, Valmiki está justificado tanto como maestro y como artista. La sociedad ideal de Valmiki está casi libre de pecado, por ello él es el más capacitado para exhibir el largo alcance de los efectos de un mal proceder de individuos aislados y de errores singulares. Aún Kaikeyi no es hecha innoble: ella es sólo muy joven, ciega y testaruda; pero toda la tragedia de la vida de Rama y el cumplimiento de los propósitos de los dioses supremos son consecuencia del mal proceder de ella.
Contra este mundo humano de la Edad de Plata es dibujado el mundo inhumano y lleno de pecados de los rakshasas, donde la codicia y lujuria y violencia y engaño reemplazan a la generosidad y autocontrol y amabilidad y verdad. Pero estas malvadas pasiones están aparentemente dirigidas contra hombres y dioses y todos aquellos que son ajenos a los rakshasas: entre ellos mismos existen el cariño filial y la suprema devoción de la esposa, hay coraje indoblegable y la más franca lealtad. La ciudad de los rakshasas es preeminentemente justa, construida por Vishvakarman mismo; ellos practican todas las artes; aman a los dioses, y mediante la austeridad y penitencia consiguen grandes regalos de ellos: en una palabra, ellos florecen como el laurel, y si son malvados, por lo menos no son innobles. Entre ellos se encuentra alguno, como Vibhishana, que de ninguna manera es malvado. Después de todo, entonces, estos rakshasas no son inhumanos, sino que su condición es una imagen del a-dharmic, los perversos, aspecto de la sociedad humana —una alegoría que todos entenderíamos si nos fuese presentada hoy por primera vez como en Los Pingüinos, de Anatole France.

 

 

 

 

La historia


El asedio de Lanka se cuenta extensamente y con un humor grotesco en el original. Pero su violencia es redimida por muchos incidentes de caballeresca delicadeza y lealtad. Ravana, una vez muerto, es recordado por Rama como un amigo; Mandodari se apena por él como Sita podría apenarse por Rama. La historia está llena de maravillas, pero el elemento mágico tiene frecuentemente un significado profundo y no está meramente adornado fantásticamente. Todos los grandes poderes que poseen los protagonistas de un lado y otro son presentados como conseguidos por autocontrol y concentración mental, no como el fruto de un talismán adquirido fortuitamente. Así el conflicto se convierte, en última instancia, en un conflicto del carácter con el carácter. Tomemos otra vez el caso de las armas mágicas, provistas del poder irresistible del hechizo. Hanuman es fulminado y paralizado por una de ellas, pero no bien se agregan lazos reales a la fuerza mental él es liberado. Aquí, seguramente, hay clara evidencia de un temor al principio según el cual fortalecer el poder de la sabiduría con la violencia es una política inevitablemente inútil.
De esa forma, el significado del Ramayana de Valmiki es claro para aquellos que lo leen o releen atentamente, y su duradera influencia sobre la vida e ideales de carácter de la India cobra significado fácilmente. Es casi imposible conocer este aspecto del mito de Rama y Sita sin lamentar que este gran medio de educación fuera eliminado de los sistemas de educación modernos en la India —en nombre de la neutralidad religiosa—. Dado que no sería ir demasiado lejos si decimos que alguien no familiarizado con la historia de Rama y Sita puede ser realmente considerado ciudadano de la India, ni informado sobre moralidad como lo concebían los más grandes maestros de la India. Tal vez uno debería ir más lejos y decir que nadie no familiarizado con la historia de Rama y Sita puede ser considerado un verdadero ciudadano del mundo.


El Ramayana como poema épico animal

Aquí y allá a través del mundo encontramos murmullos y ecos del gran poema épico animal del hombre primitivo. En su conjunto no existe más; no es aún posible recuperarlo. Sólo puede ser adivinado a través, e inferido a partir, de un indicio aquí y un fragmento allí, Pero en ningún sitio del mundo moderno es tan abundante el material para su restauración como en la India. Hasta hoy en la imaginación india hay una singular simpatía por las expresiones de los animales. Un hombre o un niño, tanto amables como sencillos, contando alguna historia del ratón o la ardilla, llevarán el cuento a un clímax haciendo los mismos chillidos y movimientos de la criatura que ellos han observado. Se asume instintivamente que al menos los sentimientos fundamentales, sino los pensamientos, de los seres de piel y plumas son casi como los nuestros. Y es aquí, seguramente, en esta rápida interpretación, en esta profunda intuición de afinidad, donde encontramos rastros reales del temperamento que condujo tiempo atrás a la creación del budismo y del jainismo, las honorables creencias.
La gente india es humana, y la crueldad ocurre entre ellos ocasionalmente. El hecho de que es comparativamente poco frecuente es probado por la familiaridad y falta de temor de todos los pequeños pájaros y bestias. Pero en esta actitud inconsciente de la imaginación india, en su mímica y rápida percepción de la mitad alegría, mitad patetismo de las criaturas indefensas, tenemos una verdadera herencia de la niñez del mundo, de aquel primitivo tiempo en que el hombre juega y en que las cosas de cuatro patas son sus hermanos y compañeros.
Este espíritu caprichoso, este feliz sentimiento de hermandad, nos habla a través de las historias-nacimiento budistas (Jatakas), con un sentimiento similar al que lo hacen las fábulas de Esopo o los cuentos del Tío Remo. Los Jatakas, es cierto, tratan de la fauna como vehículo de una alta filosofía y un noble romance, en lugar de hacerlos meramente ilustrar sabios proverbios, o señalar gracias domésticas. El amor de Buda y Yashodara formó la leyenda poética de su época, y no había nada incongruente a la mente de ese período en hacer participar a los pájaros y bestias como actores frecuentes en su drama. Los cisnes son los predicadores del evangelio en las cortes de los reyes. Las manadas de ciervos, como los hombres, tienen entre ellos jefes y aristócratas, que darían su vida por aquellos que los siguen. Incluso aquí, vemos en funcionamiento la clara mentalidad aria, reduciendo a orden y distinción la maraña de hilos de un conjunto de ideas mucho más antiguo. De esa sustancia antigua nacen las tendencias que aparecerán una y otra vez en los grandes sistemas teóricos de los tiempos posteriores. A partir de ella se dio forma a los héroes, tales como Hanuman y Garuda, que salen al ruedo en cada nueva formulación de la idea hindú, como figuras ya familiares, para sumarse a su acción.
Lo que echamos de menos a través de toda la poesía con esa gradual arianización es el elemento de asombro —porque éste, si bien está presente, disminuye constantemente—. La mentalidad aria es esencialmente una mente organizativa, crecientemente científica, crecientemente racional en su perspectiva de las cosas. El color y capricho que hicieron a las mitologías primitivas tan ricas en estímulos para la imaginación son casi siempre la contribución de razas más antiguas o más infantiles. Para la humanidad, en sus primeras horas, parecía haber en los animales algo divino. Su incapacidad para expresarse, desaparecida poco tiempo antes del propio discurso del hombre, constituía un oráculo. Sus modos de vida ocultos, que repentinamente iluminaban el camino, eran sobrenaturales. La pálida inteligencia que miraba por entre sus ojos parecía como si fuese una gran benevolencia, no alcanzable o desentrañable por un pensamiento mortal. ¿Y quién podría decir cuál era la sabiduría acumulada detrás de la pequeña vieja cara del mono gris del bosque, o atesorada por la víbora enroscada en su agujero junto al árbol?

La atracción del animal


Con toda la capacidad de maravillarse de un niño, el pensamiento del hombre jugaba alrededor del elefante y el águila, el mono y el león. Muchas tribus y razas tuvieron su propios animales místicos, medio adorados como dioses, medio sospechosos de ser un ancestro. Con el desarrollo de grandes sistemas teológicos todo esto fue reglamentado y organizado. De ser dioses ellas mismas las míticas criaturas mitad-hombre descenderán, para convertirse en vehículos y compañeros de los dioses. Una de ellas sería montada sobre el pavo real, otra sobre el cisne. Otra sería acarreada por el toro, otra por la cabra. Pero en este mismo hecho hay una declaración implícita de asociación divina de subordinación. El emblema así constituido va a marcar un compromiso, una síntesis de dos sistemas, dos ideas —una relativamente nueva y otra incomparablemente más antigua y más primitiva—. Dado que el mismo proceso que hace al décimo libro del Rig-Veda tan marcadamente diferente de sus predecesores, puesto que como en él la conciencia religiosa de la gente que se expresa en sánscrito ha comenzado a tomar nota de las concepciones indígenas de las gentes de la Tierra, es característico del aumento en la conciencia del hinduismo a través del período histórico. El cerebro ario, con su provisión de grandes dioses-naturaleza —dioses del cielo y sol y fuego, del viento y agua y tormenta, dioses que tendrían tanto en común entre ellos, del principio al fin de la mitología aria, desde el Hellespont al Ganges—, ha tenido gradualmente que reconocer e incluir las deidades más antiguas, más indefinidas, más oscuramente cósmicas de otras poblaciones asiáticas. Este proceso está perfectamente claro y puede trazarse históricamente. Sólo tienen que ser asumidos y enumerados los elementos contrarios. Del crecimiento de la mitología de Indra y Agni, de Vayu y Varuma, podemos decir muy poco. Con toda probabilidad ha nacido fuera de la India, y traída allí, como a Grecia, en un estado de madurez. Y similarmente, no podemos seguir los pasos por los que la imaginación india llegó a concebir el universo, o el dios del universo, como el Cabeza-de-Elefante. Obviamente, la idea nació en la misma India, donde los elefantes recorrían el bosque y vadeaban los ríos. La aparición de la misma adoración en países como China y Japón es claramente una reliquia de alguna antigua influencia religiosa traída desde el lejano Sur para ser impuesta sobre ellos.

El Cabeza-de-Elefante


¿Qué es lo que realmente se significa con este Ganesha, o Ganapati, Señor de las Multitudes, o era inicialmente Señor del Territorio? ¿Cuál es el significado de esa cabeza blanca de elefante surgida de ese cuerpo rojo? Ciertamente es inmenso y cósmico. ¿Es él la nube blanca reluciendo en la tarde contra el sol carmesí? En cualquier caso él permanece hasta la actualidad como el dios del éxito y de la astucia. Su atributo divino es sencillamente el de satisfacer todos los deseos. Se le debe adorar al inicio de todos los cultos, para que éstos sean satisfactorios en sus intenciones —una comprobación segura de prioridad duradera—. En Japón se dice que es conocido como el dios de los pueblos, y que tiene algo un poco grosero en su culto. En sí mismo esto muestra su gran antigüedad, aunque como señor de los pueblos de la India no puede ser tan antiguo como los de la India austral, que siempre están dedicados a la Madre-Tierra, con un altar de piedra tosca.
¡Qué bien podemos penetrar dentro de la delicadeza y asombro del hombre indio primitivo a través de este gran dios! Las profundidades de la noche parecen ser su inmensa forma. Toda la sabiduría y todas las riquezas se encontraban en sus gigantes manos. Él daba la escritura. Él daba la riqueza. Él era el mismo universo estelar. El éxito era conferido por él. Todo lo que existía estaba contenido en él. ¡Qué natural era que él fuera el Realizador de Deseos! Ganesha no es la deidad de la gente que teme su dios. Él es amable, tranquilo y amigable, un dios que ama al hombre y es amado por él. En su imagen están escritas una benevolencia genuina y una cierta sabia destreza. Pero no es él el dios de alguna concepción teológica. Él es obvio, simple, capaz de ligera grosería, lleno de tosco vigor y primaria masculinidad, destinado desde su nacimiento a un futuro maravilloso, tanto en la fe como en el arte, como vanguardia de todas las tareas que hay que emprender para el éxito. Menos antiguo que la primitiva madre de los pueblos Dekkan, él era sin embargo, puede ser, el comienzo de un culto organizado. Él era ya viejo cuando el budismo era joven. Sobre todo, él no es el dios de los sacerdotes, ni de los reyes, ni siquiera de teocracias ni tampoco de naciones, pero con toda probabilidad lo es de esa vieja y difusa cultura mercantil, la civilización de los Bharatas. Hasta la actualidad él es el dios principal de los comerciantes, y es un hecho curioso que en la India, cuando un comerciante está en banca rota, el evento se notifica a todos los contendientes volviendo al revés la oficina de Ganesha.

La epopeya del hinduismo


La primera de las escrituras populares del hinduismo —escritas tempranamente en la era cristiana, para la nación que se estaba consolidando— fue el poema épico de Valmiki conocido como el Ramayana. Éste es el evangelio del mundo de pureza y dolor, pero también, no menos notablemente, el cuento de hadas de la naturaleza. Desde el comienzo del reinado de Ganesha, la época en que se formó el budismo y el jataka habían llegado y partido, y con los siglos siguientes el crecimiento del genio ario había sido más y más claramente sentido. Como en todo trabajo de arte obtenemos un vislumbre de la cultura que la precede, así que en el Ramayana, hay una gran parte que es profético de los desarrollos siguientes, también nos vemos transportados dentro de un mundo infantil de una época más antigua Como todos estos mundos, éste era uno en que los pájaros y las bestias podían hablar y comportarse como hombres. Para el pueblo de esa época, está claro, el bosque era un reino de misterio. Estaba habitado por sabios y ermitaños. Estaba lleno de bonitas flores y fragancia; era el sitio predilecto de pájaros de dulce cantar, y estaba fresco y verde. Toda la santidad podía ser alcanzada bajo su sedante influencia. Cualquier austeridad podía ser practicada bajo su soledad ennoblecedora. Pero era también el hogar de mortíferas aves de rapiña. Y muchas de éstas estaban rodeadas por un terror añadido y sobrenatural, pues ¿no era sabido que el demonio Mancha tenía el poder de cambiar su forma según su deseo? ¿Quién, entonces, podría decir si incluso el tigre o el oso eran lo que parecían, o algo más sutil y temible aún? Entre las sombras de la tarde caminaban extrañas formas y presencias maléficas. Monstruos deformes y demonios poderosos, debiendo lealtad a un terrible pariente de diez cabezas en la distante Lanka, deambulaban a través de sus dominios. ¡Cuántas veces debe haber oído horrorizado el cazador sorprendido por la noche el sonido susurrante de árboles y arbustos, sintiendo que estaba escuchando al enemigo del alma!
Pero los dioses fueron siempre más grandiosos que los poderes del demonio. Era, después de todo, el crepúsculo de la divinidad que colgaba espeso alrededor del bosque santuario. ¿No estaban allí los gandharvas y siddhas, sacerdotes musicales del cielo? ¿No estaban allí las apsaras, las ninfas celestiales, por amor a las cuales, en el momento de la caída del sol, no debemos aventuramos muy cerca del borde del las charcas del bosque, para no cogerlas en su baño y provocar alguna condena? ¿No había allí kinnaras, los pájaros humanos, sujetando instrumentos musicales bajo sus alas? ¿No se sabía que entre su silencio dormía Jatayu, rey de sesenta mil años de todas las tribus de águilas, y que en algún sitio entre ellos vivía Sampati, su hermano mayor, incapaz de volar dado que sus alas habían sido quemadas en el intento de amparar a Jatayu de la insolación? Y alrededor del bosque iban y venían multitudes de monos, extraños con una sabiduría más que humana, capaces con una palabra de hacer florecer bellamente las ramas foliáceas, e infelices luchadores con su propia cálida naturaleza de monos, siempre imponiendo sobre ellos, como un hechizo, un raro indecible destino de malicia e inutilidad.
Ésta es una sociedad organizada que es predicada por la imaginación india de las razas animales. Ellas tienen sus familias y genealogías, su soberanía y sus alianzas políticas, y su gran cantidad de tragedia y comedia personal. Durante todas las dramáticas fases del Ramayana la contratreta es provista por cinco grandes monos que Sita ve bajo ella, sentada en la cima de una colina, cuando es llevada a través del cielo del atardecer por Ravana. De éstos el jefe es Sugriva, de cuello de monstruo, que ha perdido mujer y reino a las manos de su hermano mayor Bali, y espera ser vengado. Sugriva es así un rey en el exilio, rodeado de sus consejeros y capitanes, en el sentido del príncipe encantado de los cuentos de hadas. Hay sabios que encuentran en este cuadro de los cinco jefes monos en la cima de la montaña un fragmento de una primitiva cosmogonía, posiblemente con muchísimos milenios de antigüedad.

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