lunes, 21 de octubre de 2013

Mitos celtas y de la Galia (I)

Para los primitivos celtas, el mito suplantaba a la historia misma. En
ninguna otra sociedad se daba tan perfecta simbiosis entre la realidad y la
irrealidad, la narración y la fábula, lo exotérico y lo esotérico. Ya el griego
Estrabón, que nació poco antes de comenzar nuestra era, menciona a los celtas
en su voluminosa obra geográfica, basándose en escritos de anteriores
historiadores clásicos y hace mención a la similitud de ritos y costumbres entre
pueblos que, merced a las continuas migraciones de aquellos tiempos,
hermanaban sus razas hasta llegar, incluso, a una posterior simbiosis. También
cita algunas de sus peculiaridades, las cuales hacen a este pueblo primitivo más
atractivo que otros muchos de aquella época.
Se sabe, por ejemplo, que los celtas adoraban las aguas de los diferentes
manantiales y consideraban sagradas todas las fuentes. En torno a ellas tejieron
variedad de leyendas, algunas de las cuales han pervivido hasta nuestros días.
Había un dios de las aguas termales llamado Bormo, Borvo o Bormanus —
conceptos que tienen el significado de "caliente", de aquí derivará Bourbon, o
"luminoso" y "resplandeciente"—, al que se le reconocía también, en ocasiones,
como el dios de la luz. Y su ancestral culto daría lugar a la conmemoración de
las célebres fiestas irlandesas —las "Baltené"—, que se celebran el primero de
mayo.
Muy a menudo, los héroes celtas se consideraban hijos del río Rin — pues
de la margen derecha de este río provenía esa etnia celta que invadió la Galia,
las Islas Británicas, España,parte de Alemania e Italia y el valle del Danubio—,
ya que sentían la necesidad de ser purificados por el poder catártico del agua. No
obstante, la deidad más peculiar de las aguas era Epona —asimilada del mundo
griego—, que siempre iba montada a caballo, animal que el dios del mar,
Posidón, había hecho surgir con su tridente, tal como quedaba recogido en la
mitología clásica, por lo que también era considerada entre los celtas como una
diosa ecuestre. Había también una especie de patrona de manantiales y fuentes a
la que, los galos, denominaban Sirona.
Montañas.

Es el galo, por tanto, un pueblo de costumbres ancestrales, que introduce en
la historia, acaso sin proponérselo, el valor mágico del arte, puesto que hace ya
más de quince mil años representaba en las paredes de ocultas cuevas una serie
de estilizadas figuras que, en opinión de modernos investigadores de la
prehistoria, estaban cargadas de simbolismo, y cuando menos —especialmente
al representar el cuerpo de algunos animales, que les servían de alimento,
atravesados con flechas o lanzas como una premonición mágica de su posterior
captura—, pretendían acercar la realidad a su imagen hasta identificar ambas. Se
trata, por tanto, de un pueblo que se caracteriza por introducir en sus legendarias
epopeyas, transmitidas por lo común de forma oral, elementos mágicos y
simbólicos que conformarán el mito de su ancestroy de su idiosincrasia, como
raza y como etnia únicas.
Y, así, los galos tenían una concepción animista de la naturaleza y de la
materia —las cosas están llenas de dioses y de demonios, y tienen vida—y, por
lo mismo, consideraban sagradas a las montañas y, de forma especial, a sus
cumbres y picachos, en donde se llevaban a cabo rituales similares a los que se
realizaban en el Rin al sumergir en sus aguas a los recién nacidos; si el niño
sobrevivía pasaba a ser hijo legítimo puesto que tenía un protector, el río Rin,
común a él y a su progenitor. Algunas cimas de montañas eran consideradas
como morada de las deidades celtas y, en sus cumbres, se erigían templos en
honor de los dioses que mejor protegieran estos lugares de silencio y recato.
Eran consideradas como deidades la Montaña negra y algunas cumbres de los
Pirineos. Por lo demás, el parecido con los lugares sagrados de la mitología

clásica, tales como el Olimpo y el Parnaso, era evidente.
Bosques
Una etnia, como la celta, que llenaba las regiones en las que habitaba con  infinidad de seres fantásticos, tales como hadas, gnomos, silfos, duendes y
enanos, tenía que procurarse lugares idóneos para el acomodo de tamaña
caterva. Y es así como surge la preocupación y el respeto por la vegetación, por
la hierba, por los árboles; el bosque se erige, todo él, en santuario celta, y sus
árboles —con las raíces buscando las profundidades de la tierra, y las ramas
abriéndose hacia el horizonte amplio del espacio exterior—, simbolizan la
relación constante entre lo que está abajo y lo que está arriba, entre lo inmanente
y lo trascendente.
Siguiendo su criterio animista, los galos consideraban a sus bosques llenos de vida y, muy especialmente a ciertos árboles, de la familia de los quercus, que en ellos crecían. Entre éstos, acaso los más protegidos ritual y eficazmente, fueran las encinas, a las cuales se las tenía un respeto religioso y trascendental,
cargado de veneración. Era un árbol bendito y, cuando ardía, tenía la virtud de curar enfermedades. Acaso la tradición, que aún pervive, de las hogueras de San Juan, tenga su origen en ciertos ritos celtas relacionados con la llama catártica de
la encina al arder.

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