jueves, 14 de julio de 2016

La leyenda del nopal

 El nopal es una de las plantas más conocidas en América. Raro será el país de América donde no crezca. En algunos como Chile y Perú, se le conoce con el nombre de tuna u otras variaciones.

  Aún sobre las rocas, en las tierras improductivas, allí donde otros vegetales no prosperan, se levanta, desafiando todas las inclemencias.

  Tiene más o menos diez pies de altura. Sus hojas ovaladas son grandes y carnosas, de un nítido tono verde, erizadas de púas, y crecen, unas al borde de las otras, de muy original manera.

  Sobre las hojas nacen las flores, de un intenso color encarnado. Y las flores maduran en un fruto de cáscara amarilla e interior sonrosado.

  El fruto se halla también erizado de espinas, y esto lo hace parecer esquivo, pero una vez que se le separa, brinda una pulpa fresca y dulce.

  Nadie que haya caminado por tierras de América dejó de probarlo en alguna oportunidad. Como repetimos, se produce en todos nuestros países, y esto es tanto más raro cuanto que en el Nuevo Continente, de una zona a otra, hay gran diferencia de climas y, por lo tanto, de plantas.

  Pero es México el país donde, sin duda, más abunda. Figura inclusive en el Escudo Nacional. Sobre un nopal se afirma el águila de alas entreabiertas, que tiene prisionera a la serpiente.

  Y es también en México donde aún se conoce la vieja y hermosa leyenda azteca que cuenta el origen del nopal.

  Dice así:

  Fue en el principio del principio, cuando el belicoso y fiero Huitzilopochtli, dios de la guerra, abandonó a su hermana Malinalxochitl, para marcharse lejos a fundar un reino para su pueblo.

  La abandonada, cuyo nombre significa flor de malinali (ésta es una planta textil), quedose en una región montañosa y selvática, deplorando su desventura, acompañada de unos cuantos súbditos. Pero era esforzada y valerosa y logró fundar el reino de Malinalco, que quiere decir lugar donde hay malinali.

  Su hijo, Copil —nombre que significa corona—, crecía oyendo de labios de su madre el relato de la mala acción de Huitzilopochtli. En su pecho, día a día, iba creciendo el deseo de encontrarse alguna vez con el dios cruel.

  Y pasaban los años.

Y llegó el tiempo en que Copil estaba ya convertido en un gallardo mancebo, de negra cabellera y cuerpo atlético, diestro en todos los lances de la caza y de la guerra. Escuchando las quejas de su madre, había jurado castigar la ofensa, y consideró llegado el momento de hacerlo. Era fuerte y resuelto y le parecía que nada podría impedirle el cumplimiento de sus propósitos.

  Y un día, Copil cogió su chimalli (escudo) y su macana (maza con puntas) y partió en busca de Huitzilopochtli.

  Pero antes de seguir adelante con la aventura de Copil nos parece necesario dar una idea de quién era Huitzilopochtli.

  Su nombre, según unos, significa colibrí zurdo, y, según otros, colibrí siniestro, terrible o lúgubre. Sin entrar en consideraciones sobre el origen del nombre, diremos que, dado el carácter de Huitzilopochtli, la segunda significación le viene mejor.

  Era un dios cruel, que se complacía en la guerra, la sangre y la muerte. Cuando del supuesto paso suyo por la tierra no quedaba sino la leyenda y él estaba ya inmovilizado, convertido en una rígida figura de ídolo, los aztecas le elevaron templos donde lo adoraban, rindiéndole el más extraño y feroz culto.

  La creencia de los indios hacía figurar a Huitzilopochtli como si fuera el sol, el que cada mañana libraba combate con la luna y las estrellas, a fin de ganar un nuevo día para los hombres.

  Para llevar a cabo esta tremenda lucha y, además, debido a que era dios, tenía que alimentarse de la esencia de la vida del hombre, es decir, del corazón y la sangre. Por eso se le ofrecían sacrificios humanos.

  Cuando llegó Cortez, este culto se hallaba en todo su apogeo.

  Año tras año se ofrendaba a Huitzilopochtli la inmolación de millares de vidas humanas. Los esclavos inútiles y los prisioneros de guerra eran muertos ante él.

  Y para tener abundancia de víctimas, los aztecas, que se consideraban el pueblo elegido para servir al dios, emprendían guerras no para someter nuevos pueblos ni cobrar tributos, sino con el único objeto de hacer prisioneros destinados al sacrificio.

  Esas guerras recibieron el nombre de guerras floridas, y para ellas las tribus vecinas tenían que padecer una metódica devastación.

  Cortez y los suyos también fueron codiciados para ofrendarlos a Huitzilopochtli y, a fin de cogerlos vivos, los indios se exponían valientemente a las armas de los blancos, sufriendo verdaderas carnicerías, sin que jamás lograran atrapar para el sacrificio a uno solo de los españoles.

  El rito del mencionado sacrificio era muy cruel.

  Llegado el día, las víctimas eran atadas, frente al dios, en un altar de piedra cuya forma hacía que sobresaliera el tórax.

Luego el sacerdote, provisto de un cuchillo de pedernal, les partía el pecho de un golpe, introducía la mano y arrancaba el corazón ofrendándolo, aún palpitante, al fiero Huitzilopochtli.

  Cuando el prisionero que se iba a sacrificar se había distinguido por su valor, se ofrecía el sacrificio gladiatorio. Éste consistía en hacer luchar a la víctima para que tuviera el honor de caer combatiendo o también para brindarle la oportunidad de salvarse.

  El preso tenía que pelear con cuatro caballeros aztecas, armados de espadas con navajas de rocas en los filos, pero la que a él le daban no las tenía, llevando, en cambio, unas bolitas de plumón, lo cual quería indicar que sería sacrificado.

  Su padrino de lucha, que estaba vestido de oso, le entregaba también cuatro garrotes de pino para que los disparara contra sus adversarios.

  Uno a uno se le iban enfrentando los caballeros aztecas hasta que lo vencían. Si por casualidad el preso derrotaba a los cuatro, salía un quinto combatiente azteca, que era zurdo y que, por lo general, acababa con el valiente. El hecho de ser zurdo le daba una especial ventaja, pues los guerreros, como es natural, estaban acostumbrados a pelear con adversarios que manejaban el arma con la mano derecha.

  Pero hubo un guerrero de la tribu de los Tlaxcaltecas, llamado Tlahuicole, que venció a los cinco. Los aztecas admiraban el valor y la habilidad para la lucha, y por esto fue perdonado.

  Después de algún tiempo, Tlahuicole recibió el mando de las fuerzas aztecas en una campaña contra los indios tarascos. Mas, cuando acabó la guerra, él prefirió morir a seguir cautivo y fue al fin sacrificado.

  Cortez, desde luego, prohibió el bárbaro culto, pero quien primero quiso acabar con el dios de la guerra fue Copil.

  En eso estábamos y volvamos, pues, a nuestra leyenda.


  Ya hemos dicho que el hijo de Malinalxochitl dejó su lugar para ir en pos del dios Huitzilopochtli. Todos los obstáculos que podría ofrecerle la naturaleza eran pequeños ante sus fuerzas y su vehemencia. Caminó día y noche, dejando atrás cerros, bosques y llanos.

  Alumbrado por el «glorioso sol americano» que ha cantado Gabriela Mistral, por la luna y las luciérnagas —esas grandes luciérnagas que tejen mil hilos de luz en la densa noche del trópico—, anduvo sin darse reposo hasta que al fin arribó a las fértiles comarcas habitadas por la mexihka. En ellas crecía el maíz de hojas de esmeralda y grandes y apretadas mazorcas.

  Ardoroso como era, Copil iba pregonando la necesidad de exterminar a Huitzilopochtli y sus gentes, por ser elementos sanguinarios, dañinos y crueles…

  Después de cruzar por la zona feraz, llegó, por fin, a Chapultepec, lugar donde estaba Huitzilopochtli

Copil examinó la naturaleza del terreno y todas las características que ofrecía la situación y se dio cuenta de que no podría cumplir su empresa solo, pues le sería necesaria la ayuda de los guerreros de Malinalco.

  Chapultepec, morada del dios de guerra, es una montaña donde ahora hay un castillo y un hermoso paseo de la ciudad de México, y en esos días era una isla del lago salado de Texcoco.

  Copil fue a Malinalco a demandar el concurso de sus guerreros y regresó con mil de ellos para que le ayudaran a cumplir su juramento, mas sus intenciones fueron pronto conocidas por Huitzilopochtli, pues, como ya hemos referido, el joven iba voceando sus propósitos.

  El fiero dios se llenó de ira y no envió guerreros al encuentro de Copil, sino a los teopixque (sacerdotes) a quienes les dio esta orden:

  —Sacadle el corazón y traédmelo como ofrenda.

  Los sacerdotes, sabiendo que Copil había acampado cerca con todos sus guerreros, deliberaron sobre lo que más les convenía hacer y resolvieron aguardar la noche. Y una vez que las sombras nocturnas se apretaron sobre Chapultepec y sus contornos, ellos bogaron silenciosamente por las aguas del lago oscurecido y luego saltaron a tierra dirigiéndose al lugar donde esperaban encontrar a Copil.

  Dormía el jefe y dormían sus guerreros.

  Avanzando sin hacer ruido, con la mayor cautela, entre los cuerpos adormecidos por el profundo sueño que produce el cansancio de las marchas, los sacerdotes se encontraron por fin al hijo de Malinalxochitl.

  Se acercaron a él calladamente y, con la pericia que les caracterizaba, le abrieron, de una cuchillada, el pecho, y le extrajeron el corazón. Copil no pudo exhalar la más leve queja, y al amanecer despertaron los guerreros de Malinalco y se sorprendieron grandemente al encontrarse sin jefe. Los sacerdotes habían cruzado de nuevo entre ellos, con el mismo cuidado que a la ida, sin producir un rumor ni dejar una huella. Ante los ojos asombrados de su gente, el cadáver de Copil mostraba, en el pecho poderoso, la gran herida por donde los sacrificados ofrendaban la vida al dios implacable.

  Y también al amanecer los sacerdotes llegaron de regreso a Chapultepec. En un cuauhxicalli (recipiente usado para recoger la sangre) entregaron a Huitzilopochtli la roja ofrenda.

  El dios, después de recrearse y satisfacer su cólera viendo el corazón de Copil, ordenó a los sacerdotes que fueran a enterrarlo diciéndoles:

  —Enterrad el corazón de Copil en aquellos peñascos que surgen entre la maleza, en el centro del lago.

  En la noche fueron los sacerdotes hacia el lugar indicado por el dios, y enterraron el corazón entre las peñas. Con eso creyeron que Copil había terminado para siempre. Pero al otro día vieron, con asombro, que había brotado una hermosa planta en el sitio de la sepultura, allí donde antes hubo desnudas rocas y ramas secas. Era que el corazón de Copil se había convertido en el vigoroso nopal de ovaladas hojas y flores encarnadas.

  Tal es la leyenda.

  Después, esa planta figuró en el Escudo Azteca y luego en el Escudo de la República.

  Lo merece por su típica belleza y la fuerza de su símbolo.

  Y es, entonces, desde el corazón del esforzado y justiciero Copil, desde el nopal, que el águila mexicana levanta su vuelo de gloria.

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