jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda del chahã

Lavan y se divierten las muchachas a orillas del arroyo. Sus risas, antes de perderse en la espesura del monte saltan sobre las piedras del arroyo, se dan un chapuzón que las enfría y se dejan ir de hoja en hoja hasta perderse en las ondas de la brisa.

Las chicas se tiran agua a la cara. Se corren para mojarse. Se persiguen con calabazas llenas de agua espumosa. Juegan y son felices a su manera cantando un estribillo de moda: 
   
“Juegan y se divierten  
a su manera. 
Esa es la vida 
de las lavanderas”.

Pero esa tarde la vida de las jóvenes lavanderas cambiaría para siempre. Jasy había decidido bajar a la tierra para dar uno de sus acostumbrados paseos y venía acompañada por Mbyja. Las dos, cuando visitaban los sitios terrenos, se convertían en muchachitas campesinas que iban de viaje por el monte en busca de sus padres.

Jasy junto a Mbyja acertaron pasar por aquel arroyo donde lavaban y jugaban las lavanderas. Extenuadas y sedientas estaban las dos mozuelas y llegaron junto a las lavanderas. “¿Podrían darnos un poco de agua limpia para calmar nuestra sed”, dijo Jasy. Las lavanderas, entre risas le contestaron que allí no había nada para calmar la sed. Entonces Jasy y la pequeña siguieron su camino.

De pronto las lavanderas aparentemente arrepentidas, llamaron a las dos jovencitas mostrándoles dos calabazas en las que supuestamente había agua fresca. Pero al llegar junto a ellas encontraron que las calabazas estaban llenas de espuma y las chicas volvieron a irse, ahora la más pequeña: Mbyja lloraba de sed. Las lavanderas prorrumpieron en risas cada vez más estentóreas. Risas gordas que al pretender saltar de piedra en piedra caían con fuerza en el agua del arroyo desintegrándose, risas espumosas que no podían avanzar ni con la ayuda del viento.

Jasy entonces levantó la vista hacia los cielos como para pedir ayuda y ante sus ojos apareció el gua’a divino que les dijo: “Allí hay un manantial de agua fresca, vayan y beban” y acercándose a las lavanderas les dijo: “Y para ustedes ahí va este castigo”.


Las lavanderas pretendieron huir asustadas del gua’a, pero no tuvieron tiempo. Una de ellas alcanzó a decir “jaha” que por el susto le salió como si dijera “chahã” pero en el acto fueron convertidas en dos aves idénticas, de carne fofa como la espuma del jabón y, por lo desatentas que fueron cuando humanas, hoy viven obligadas a prestar vigilancia a los demás habitantes del monte. Es por eso que el chahã vive en pareja y en permanente vigilia, avisando de los peligros al resto de los animales.

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